• PUBLICADO POR Alfredo Cohen Montoya
La buseta de la dignidad. Imagen de Ire Think

En 1993 la selección colombiana de fútbol jugaba contra la argentina y Faustino Asprilla, uno de mis ídolos, recorría el campo por el costado derecho como una gacela intentando sacarse de encima a todos los rivales para finalmente caer desparramado sobre el césped.

–“¡Hijueputa!… ¡Negro tenías que ser!”- le gritaba entonces yo, sin una pisca de vergüenza.

En esta cuarta columna para EL COMEJÉN quiero hablar sobre racismo; pues con elParlante llevo más de 10 años haciendo talleres en institutos donde la diversidad cultural es residual, y por tanto los jóvenes tienen cientos de prejuicios y estereotipos sobre las personas migradas. Cuando estoy en esas clases les cuento mi historia personal para  explicar la de otros que, como yo, han venido a vivir a Barcelona con la intención de tener una vida mejor.

Hace tiempo entendí que es imposible que estos chicos y chicas se pongan en mis zapatos. Nunca, por más sensibles que sean, por más que lo intenten, tendrán las pesadillas que he tenido yo esta semana. Ninguno sentirá en sus carnes la sensación de tener a la familia y los amigos en peligro, a 8.000 kilómetros de distancia. No lograré que sientan la frustración y la tristeza que me invade al ver que Colombia se sigue asesinando a sí misma, en un círculo vicioso interminable de odio y destrucción.

Esta semana, el único país por el que sufro en un mundial de fútbol se me reventó en la cara. Ayer, viendo en el cine “El olvido que seremos” volví a llorar. Nadie podrá ponerse en mis zapatos. Ni mis contactos de Facebook, ni mis amigos catalanes, ni mi familia, ni mi pareja, ni los adolescentes de Sarrià.

El dolor ajeno no puede sentirse como propio, cada dolor es particular, inalienable, intransferible y por eso debería ser respetado, sin juicios, sin ataques. Marshall Rosenberg señala que la comunicación, si es empática, si no es violenta, tiene la capacidad de observar, de escuchar, de atender las emociones del otro y de acompañarlas. Entender las emociones como respuestas a profundas necesidades es lo único que puede ayudarnos a empatizar con los demás.

Comprender no es sentir, pero es mejor que nada. Si no juzgo el dolor del otro puedo entender la rabia de Sandra, una vieja amiga de mi Facebook, a quien le destruyeron su peluquería unos jóvenes cabreados durante las protestas. El negocio que había construido con esfuerzo durante los últimos 10 años, como yo. Así mismo, aunque esté muy equivocada, puedo entender el miedo de Marcela, la cajera del banco que sentía que lo que estaban destruyendo unos encapuchados era suyo también. Me cuesta, me duele, me parece absurdo, pero con esfuerzo, puedo entender que una pequeña parte del país tenga miedo a perder sus pocos o muchos privilegios, porque pasa también en sociedades menos desiguales, como en la que vivo.

Pero, así como puedo entender a Sandra y a Paola, puedo hacerlo muy especialmente con los cientos de miles de jóvenes y adultos que han salido a los parques, las plazas y las calles a pesar del Covid-19. Puedo entender perfectamente a los campesinos y los indígenas que, hartos de pasar hambre y recibir violencias durante siglos, han bloqueado las carreteras y han tumbado las estatuas de los colonizadores europeos.

¿Cómo no entender que los marginados de siempre se cansen algún día? Puedo entender perfectamente que una juventud sin nada que perder esté dispuesta a llevar la protesta hasta sus últimas consecuencias.

Sin embargo, no puedo entender que la policía le dispare al pueblo como no puedo entender a quien da esa orden. No puedo ni siquiera imaginar el dolor de las madres que han perdido a sus hijos en estas manifestaciones y en las interminables guerras colombianas. Quienes pierden a sus padres se llaman huérfanos, quienes pierden a sus hijos no tienen nombre.

Me niego a aceptar que una vida valga lo mismo que una oficina, un carro, un celular, pero entiendo que la violencia es una triste forma de expresar el dolor. El dolor de los colombianos es el producto de interminables necesidades no resueltas por un Estado que se ha opuesto a que la mayoría tenga oportunidades por complacer a muy pocos.

Para transformar el país va a ser necesario perder el miedo. Pero no solo a salir a la calle a expresar nuestro dolor, si no también a escuchar el del otro, a acogerlo, a comprenderlo, a entender de donde viene para intentar sentirlo como propio, aunque nunca lo logremos. Construir la paz es muy difícil, pero construir la guerra, siempre es peor.

Faustino “El Tino” Asprilla se levantó del suelo como si me hubiese escuchado, se sacó de en medio a dos o tres argentinos y clavó la pelota en el ángulo derecho de Goycochea. Lo grave no era que yo, un niño de 9 años buscara afecto y admiración, lo doloroso es que los adultos a mi lado celebraran con aplausos y carcajadas, aquella racista y clasista manera de hacerse hombre, del pequeño Alfred Trump.

Texto publicado originalmente en EL COMEJÉN.